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lunes, 15 de noviembre de 2010

EL INFIERNO TIENE OLOR A GOMA...

EL INFIERNO TIENE OLOR A GOMA. 
(Historia en el cruce de Maipú. Parte primera) 

Cuando acabe trabajando en la Good Year fue por casualidad. 

Yo tenía un amigo. Lo conocí en el ejército. Cuando éramos casi niños. Dieciocho o veinte años. 
Me lo tope en un supermercado. Cuando compré unas galletas. Estaban de oferta; y eran de chocolate. 

Me lo tope cuando no tenia esperanza alguna. Estaba totalmente solo y quebrado. Y mi computador había muerto. Mi placa madre se había quemado. 
( Yo siempre trabajo solo; y sin mi herramienta no hago mucho ) 

Era mi amigo. Limpay. Y siempre fue de fiar. Era digno este Limpay. Era sano. No maleado. Digno. Hombre de palabra. 

Me dijo que donde trabajaba necesitaban más gente. Y que el me ayudaría a entrar. Yo le creí. Limpay era de buena crianza. 

Fue un día martes. ( Día del dios de la guerra ). Me presente. Pase todas las pruebas. 
E incluso a la vieja explotadora. La concubina de mi jefe. La misma que me hizo una prueba grafológica junto con un test de perfil psicológico. ¿Para que? Si yo solo apilaba neumáticos? 

Seguramente era tan solo una siutiquería que aplicaba para después ufanarse cacareando junto a sus, seguramente, más desplumadas amigas de juventud. 

Y la vieja me envió a la correa RX. En donde el trabajo era lo más parecido a una condena en una galera. Allí éramos tratados como a unos esclavos; y a veces como mucho menos. Nos hacían sentir como si tuviéramos marcado en la frente un timbre de tercera o cuarta clase en la categoría los que no nos creían pertenecientes a la raza humana. 

Mientras. La panza del hijo de puta de mi jefe crecía día con día. Y también la de los otros gastrópodos que conformaban su familia. 

Tenía dos hijos al parecer. Una enana feuchenta que yo jamás conocí. Que era la que llevaba las cuentas. Y un gigantesco oso moreno casi negro; de apariencia solapada y ladina. 

El gordo come hamburguesas, ( Esta era su dieta habitual ) tenia dos departamentos en el centro. Dos covachas que mantenía con su sueldo. Dinero que le era pagado por su grotesco, obeso y cínico padre; para que estuviese cómodamente en su oficina contestando teléfonos y comiendo todo tipo de masas. 

Botanas que hacia deslizar por su tracto, siempre con dos litros de gaseosa. Pero esto era solo un entremés. Después iba a almorzar o a tomar café al casino de los empleados “como todo digno hombre de trabajo”. 

Mientras. El viscoso anciano sonreía. 

Porque su empresa. El fruto de tantas y tantas fatigas ajenas. De explotación e insensibilidad sociopatica. Contaba con la seguridad de seguir descarnando espaldas a costa de un sueldo miserable y de la mucha necesidad de los no tienen opción. 

Sí. 

La familia quedaría amparada gracias a la desvergüenza del hipertrofiado gusano obeso de su hijo. 

No conocía el pudor. 

Es más. Este cínico chupa sangre. Siempre tuvo la previsión de jamás. Nunca. Enseñarle su significado. 

Por eso su hijo era, ante sus ojos, un hombre perfecto. Un hombre de convicciones férreas. Un hombre que desde niño jamás cavilo frente a ninguna circunstancia de la vida. Y especialmente ante una enorme fuente de papas fritas. Un hombre sin egoísmos; solo con un inmenso apetito por la vida y las frituras. 

Sí. La familia podía descansar en él. 
Total; gracias a la explotación de sus desventurados congéneres, la comida abundaba. Y el sillón frente al escritorio; era por lo demás cómodo para su gigantesco chinche. 


Este pelmazo era racista. Seguramente discriminaba por sus amplios conocimientos estéticos y por su aguda percepción del buen gusto y la belleza. Quizás por esto mantenía su cuerpo en adónicas condiciones ingiriendo elefantescas cantidades de carbohidratos y azúcar. 

Un día llego un moreno. Un niño. Un joven pequeñito de raza negra. Tenía un nombre y apellido de origen musulmán. Era un emigrante de algún país sudamericano cercano al ecuador. Creo que se llamaba “Alí”. 

En cuanto lo vio; hizo una mueca de disgusto. Yo estaba a sus espaldas marcando mi tarjeta de egreso, al lado de unos destartalados casilleros. Lo ví de primera fuente porque estaba en el ángulo preciso. Su mofletudo rostro se distorsionó por fracciones de segundo mucho más de lo normal. Este tipo en realidad era feo. Tanto que me extrañaba que incluso no oliera mal como lo hacen generalmente los cerdos. Pero solo Emitía un leve aroma a papas y otras frituras. 

Más tarde. Al tiempo después. “El Negrito”. Se convirtió lentamente en el guardián de su amo. E informaba de todo a su “Morsa Reina”. 

Nada ocurría donde estaba “El Negro” sin que el gigantesco “Guata de Sapo” lo supiera. Porque el pequeño ya no era un simple operario. No. Ya no. Ahora era algo más a los ojos de los miembros de esta grasienta familia de encomenderos. No. Ya no era una molestia necesaria. Ya no era un sueldo más que mermaba sus arcas cuando asolaban el supermercado en vez de comer afrecho como lo hacen todos los demás puercos. 
No. Ya no. 
El moreno era ahora algo mejor para sus jefes. Era un hombre de confianza. 
No como los otros que se negaban a trabajar los días feriados o a hacer doble turno. O prestar algún servicio incluso en navidad. 
No. Ya no. 

El a sus ojos significaba el futuro. El era ahora un animal domestico. 

Tanto así que un par de veces lo llamaron por su nombre mientras el gordo “culo de vaca” le convidaba un vaso de su gaseosa. 

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